Esta madrugada, aprox las 4 y media, llegó mi madre de sus vacaciones en el interior del país. Como cada mitad de año ella coge sus chivas y viaja a Huallanca, tierra de sus padres. Ella no conoció a su verdadero padre. La abuela Cristina, siendo madre soltera viajó a Lima y conoció al abuelo Valentín y se casó con él. Mi madre quedó a cargo de sus abuelos en la ciudad de Huallanca (Ancash). Durante cinco años, sus primeros cinco años, los pasó en un pueblito típico de la sierra peruana, feliz de la vida en medio del campo, tomando leche recién ordeñada de una vaca o saboreando un enorme trozo de queso sumergido en un tazón de café. Con su tía Demetria, que era sólo tres años mayor que ella, jugaban hasta cansarse. Sus mejores recuerdos se encuentran en Huallanca, a pesar del poco tiempo que permaneció allí. A los pocos años emigraron a Lima. El bisabuelo Teófilo tuvo que dejar su negocio de venta de aguardiente y hoja de coca, tal como lo cita el tío Mauro en su libro: "Yarupajá, los días de Melchor Albornóz y Luis Pardo (http://mauroaquinoalbornoz.blogspot.com/), para venirse con la abuela y todos sus hijos a la ciudad capital. Los hijos mayores: Alfonso, Miguel y Mauro ya se han encontraban en la capital cursando estudios superiores en San Marcos y en Bellas Artes. La tía Deme era la menor de sus hijas, en total los abuelos tuvieron doce hijos pero los que sobrevivieron al descuido y al olvido de los sucesivos gobiernos fueron además de los ya mencionados las tías Celestina, Antonia, Justina y la abuela Cristina, madre de mi madre... De la abuela Cristina tengo muy buenos recuerdos. Era muy dulce y amorosa con sus hijos: Víctor, Juana, Lilian, Kathy, Lupe. No puedo decir los mismo del abuelo Valentín que era una persona celosa, posesiva y con la misma fidelidad que la de un perro (disculpen la expresión) que se opuso a que mi madre viviera al lado de sus hermanos (o medio hermanos). Mamá vivió hasta la mayoría de edad con sus abuelos a los que quiere tanto como si fuesen sus verdaderos padres. Mamá visitaba a sus hermanas y tenía una muy buena relación con la abuela Cristina, su madre. Yo visitaba a la abuela pero la veía muy envejecida a pesar de que apenas había cruzado la barrera de los 60 años. Parecía de 80. Su papel cano, su sonrisa amable, su voz ronquita llamándome "Javicho" mientras acariciaba mi cabeza y yo saboreaba de un helado que ella me compró en un mercado cerca de su casa de Chorrillos.
Una tarde llamaron a la casa diciendo que la abuela estaba en el hospital en estado de coma. Mi madre nerviosa y presurosa fue a verla. Papá trató de calmarla pero mi madre no le hizo caso y en medio de su crisis fue a verla. Yo en aquel entonces tenía doce años y no conocía a cabalidad de la catadura moral del abuelo Valentín. Años después mi madre me comentó que lo que mató a la abuela no fue la diabetes que padecía sino un colerón que le dio el abuelo. Me dijo que no lo odiaba pero que tampoco sentía afecto alguno por él. No se puede querer a alguien que no se conoce... Cuando la bisabuela Demetria, la abuela de mi madre, falleció mi madre sintió la pérdida muy hondamente, recuerdo claramente la foto en blanco y negro donde aparece mamá, con los ojos hinchados por el llanto, con su barriguita de meses a un lado del féretro. La criatura que mi mamá esperaba era mi hermana mayor, fruto de una relación con una persona que no se quiso hacer responsable de la criatura. La preocupación mayor de la bisabuela Demetria era que la historia tuviese ribetes similares con los de su madre, Cristina. Afortunadamente, mi madre conoció a mi padre y formaron una gran familia, en número y en afecto. Mila, que así se llama mi hermana mayor, es mi hermana, valga la redundancia, en todo el sentido y extensión de la palabra.
Mi madre desde hace varios años viaja a la tierra de sus abuelos y rememora los mejores momentos de su vida vividos allí. Desde el año pasado viaja acompañada de su nieta, Michelle, que disfruta a plenitud de las dos semanas que permanecen en Huallanca. Van a ver a los toros en el coso y a los baños termales. Hace muchos en este pueblo se vivió una bonanza por las ricas minas pero poco a poco las entrañas de la tierra quedaron secas por el excesivo afán de los hombres. De aquella época sólo quedan recuerdos. La pobreza es grande, pero no refiero a una pobreza económica sólamente sino a aquella que es peor y que la constituye la ignorancia. Michelle, mi sobrina aprendió a montar caballo, sin cabalgadura, en un par de clases. Mi madre de nerviosa contemplaba a una de sus nietas menores cabalgando a campo traviesa en enorme y escuálido jamelgo.
Esta madrugada el teléfono empezó a repicar desde las cuatro de la mañana, por fin el celular de mi madre funcionaba y empezo por llamar a casa y después al celular de mi padre que se despertó pensando que era la alarma de su celular. Es curioso que en Huallanca, a pesar de que lo avanzadas de las telecomunicaciones, no funcionen los celulares. Las únicas personas con celular en Huallanca era mi madre y mi primo Pablo que sin el celular no puede vivir y la pasó requintando la semana que permaneció allí mientras efectuaba llamadas desde una incómoda cabina pública.
Trajo queso y harta carne y ese pan que parece hecho por las manos de un artítrico... Como siempre mi madre, asumiendo su papel de mamá Gallina a las pocas hora de llegar ya está metida en la cocina preparando la comida para nosotros, sus hijos. Más tarde tiene una cita con mi padre, un encuentro de bienvenida en algún punto de la gran Lima. A pesar de que llevan más de cuatro décadas juntos parecen dos tortolitos que recién se acabaran de conocer y que viven su idilio con gran intensidad.
Una tarde llamaron a la casa diciendo que la abuela estaba en el hospital en estado de coma. Mi madre nerviosa y presurosa fue a verla. Papá trató de calmarla pero mi madre no le hizo caso y en medio de su crisis fue a verla. Yo en aquel entonces tenía doce años y no conocía a cabalidad de la catadura moral del abuelo Valentín. Años después mi madre me comentó que lo que mató a la abuela no fue la diabetes que padecía sino un colerón que le dio el abuelo. Me dijo que no lo odiaba pero que tampoco sentía afecto alguno por él. No se puede querer a alguien que no se conoce... Cuando la bisabuela Demetria, la abuela de mi madre, falleció mi madre sintió la pérdida muy hondamente, recuerdo claramente la foto en blanco y negro donde aparece mamá, con los ojos hinchados por el llanto, con su barriguita de meses a un lado del féretro. La criatura que mi mamá esperaba era mi hermana mayor, fruto de una relación con una persona que no se quiso hacer responsable de la criatura. La preocupación mayor de la bisabuela Demetria era que la historia tuviese ribetes similares con los de su madre, Cristina. Afortunadamente, mi madre conoció a mi padre y formaron una gran familia, en número y en afecto. Mila, que así se llama mi hermana mayor, es mi hermana, valga la redundancia, en todo el sentido y extensión de la palabra.
Mi madre desde hace varios años viaja a la tierra de sus abuelos y rememora los mejores momentos de su vida vividos allí. Desde el año pasado viaja acompañada de su nieta, Michelle, que disfruta a plenitud de las dos semanas que permanecen en Huallanca. Van a ver a los toros en el coso y a los baños termales. Hace muchos en este pueblo se vivió una bonanza por las ricas minas pero poco a poco las entrañas de la tierra quedaron secas por el excesivo afán de los hombres. De aquella época sólo quedan recuerdos. La pobreza es grande, pero no refiero a una pobreza económica sólamente sino a aquella que es peor y que la constituye la ignorancia. Michelle, mi sobrina aprendió a montar caballo, sin cabalgadura, en un par de clases. Mi madre de nerviosa contemplaba a una de sus nietas menores cabalgando a campo traviesa en enorme y escuálido jamelgo.
Esta madrugada el teléfono empezó a repicar desde las cuatro de la mañana, por fin el celular de mi madre funcionaba y empezo por llamar a casa y después al celular de mi padre que se despertó pensando que era la alarma de su celular. Es curioso que en Huallanca, a pesar de que lo avanzadas de las telecomunicaciones, no funcionen los celulares. Las únicas personas con celular en Huallanca era mi madre y mi primo Pablo que sin el celular no puede vivir y la pasó requintando la semana que permaneció allí mientras efectuaba llamadas desde una incómoda cabina pública.
Trajo queso y harta carne y ese pan que parece hecho por las manos de un artítrico... Como siempre mi madre, asumiendo su papel de mamá Gallina a las pocas hora de llegar ya está metida en la cocina preparando la comida para nosotros, sus hijos. Más tarde tiene una cita con mi padre, un encuentro de bienvenida en algún punto de la gran Lima. A pesar de que llevan más de cuatro décadas juntos parecen dos tortolitos que recién se acabaran de conocer y que viven su idilio con gran intensidad.
2 comentarios:
Que bueno que existan personas
que creen en el amor!
Aún existimos,
y eso es algo
maravilloso.
Saludos my friend.
Escuchando: I Still Haven't Found What I'm Looking For by U2
Lo leí todito, es lindo regresar al lugar donde uno creció, a la próxima acompáñala y pon fotos de Huallanca. El último párrafo me encantó, mis padres también se aman con locura desmedida.
Publicar un comentario